Fernando Díaz Villanueva | 17 de enero de 2019
VOX es la gran novedad en la política española. Hace solo tres meses, nadie se acordaba de ellos. Estar ya estaban. VOX fue fundado hace cinco años, a principios de 2014, todavía en plena crisis económica, con descartes provenientes del Partido Popular, acaudillados por Alejo Vidal-Quadras y Santiago Abascal. Apareció en el panorama político coincidiendo con Podemos y ambos probaron suerte en las europeas de aquel año. El voto popular y la aritmética parlamentaria sonrieron a Podemos con cinco eurodiputados, a VOX lo condenó al más inmisericorde ostracismo.
Pero el partido no desapareció. Desde entonces no se ha movido de donde estaba, tratando siempre de atraerse los votos del ala derecha del Partido Popular. Pero en democracia solo cuentan los escaños. Sin ellos nadie se acuerda de ti, las televisiones te ignoran y solo te queda el recurso a las redes sociales y la movilización de base.
En eso estaba VOX cuando sucedió lo que nadie preveía. El día 2 de diciembre irrumpió en las urnas andaluzas con 400.000 sufragios y doce escaños. Esto es todo lo que ha cambiado para VOX, que es bastante, porque los ha puesto en la mira de todos. Han pasado de no tener representación a tenerla. Hasta aquí todo correcto. Hay partidos que, agotado su ciclo vital, salen de la instituciones mientras otros entran.
Pero con VOX ha pasado algo que se sale de lo normal. Tanto la izquierda política como la mediática han puesto el grito en el cielo, como si los votos que han llevado a los doce diputados de VOX al antiguo Hospital de las Cinco Llagas, sede del Parlamento andaluz, no fuesen válidos. Desde el 3 de diciembre asistimos impávidos a escraches, actos de protesta organizados desde Podemos y el PSOE, ataques a sus sedes y a altisonantes lamentos de los líderes mediáticos más identificados con la izquierda.
Ciudadanos y VOX, condenados a desentenderse
No se había visto nada igual desde que en 1977 se celebraron las primeras elecciones. Cuando las urnas hablan, hay siempre espacio para la crítica, pero ni la desautorización del resultado electoral ni, por supuesto, la violencia tienen cabida alguna. Una democracia no solo consiste en que gobierne la lista más votada, también en que se respete a las listas minoritarias. De no ser así, el ganador se lo llevaría todo. La democracia no está fundamentada en ese principio.
Arguyen sus críticos que VOX es un partido anticonstitucional y, como tal, debería ser ilegalizado. Lo primero no es cierto, lo segundo sería un desafuero. No es inconstitucional, porque está registrado en el Ministerio del Interior y hasta la fecha no ha sido objeto de sanción alguna. La Constitución no entra en cuestiones ideológicas, se limita a fijar las reglas de juego. Para que un partido se declare al margen de la ley, tiene que quedar demostrado que ha incurrido en actividades contrarias a la Constitución, insisto, actividades, no pensamientos.
El pensamiento en nuestro ordenamiento legal es completamente libre. En España se ilegalizó, por ejemplo, a Batasuna, porque se pudo demostrar ante un juez que existían vínculos entre ese partido y la banda terrorista ETA, no por los postulados independentistas de su ideario.
Por ello, carecen de sentido los espectáculos que nos está regalando cierta izquierda desde hace mes y medio. Si no les gusta VOX, algo perfectamente legitimo, no tienen más que enfrentarse a ellos, pero con las normas de pulcritud que imperan en toda democracia. Más aún cuando VOX ni siquiera ha tenido la oportunidad de gobernar, por lo que estaríamos hablando de algo así como un escrache preventivo, algo simplemente inaudito y, desde luego, muy poco democrático.
Los apellidos de la derecha. De la tibieza del PP al populismo de VOX
De cualquier modo, esta parece ser la tónica y promete mantenerse. Lo vimos durante la investidura de Juan Manuel Moreno en Sevilla, el pasado 15 de enero. El PSOE y Podemos movilizaron a sus bases para llevar a cabo una protesta en la puerta del Parlamento, a la que se apuntaron, entusiastas, algunas consejeras como Rosa Aguilar, que hasta hace no tanto tiempo era ministra del Gobierno central.
Aguilar lleva en esto demasiados años como para desconocer que una democracia representativa no funciona así. La protesta callejera es un instrumento que está ahí para echar mano de él, pero cuando viene motivado por un acto de gobierno reprobable, no por simple agitación, porque no te gusta lo que piensa el adversario.
Se da aquí, además, el agravante de que los representantes de VOX ni siquiera entrarán en el Gobierno de Moreno. Se han limitado a dejar pasar con su voto a un Ejecutivo formado por PP y Ciudadanos. De equivocarse, ni siquiera lo harán ellos, porque no están llamados a gobernar. Luego, ¿a santo de qué armarla en la calle contra unos simples diputados autonómicos a los que asiste todo el derecho del mundo a tener su propio programa político?
Algo así solo cabe en mentes cerradas presas de esa tentación totalitaria que tan magistralmente describió Jean François Revel. Lo que hace superior a la democracia y la sitúa varios peldaños por encima de otros sistemas políticos es que todos tenemos cabida en ella, todos, incluidos los que no piensan como nosotros y los que se escapan al consenso general.
Ignorarlo es ignorar la naturaleza íntima del sistema que rige nuestra convivencia. En ello están. Lo de Andalucía se antoja que será solo el aperitivo de lo que está por venir después de las elecciones de mayo.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.